Cielo azul by Galsan Tschinag

Cielo azul by Galsan Tschinag

autor:Galsan Tschinag [Tschinag, Galsan]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Juvenil
editor: ePubLibre
publicado: 1994-01-01T00:00:00+00:00


ARSYLANG

A la Vaca le siguió el Tigre. En general, todos le temíamos. Pero tampoco olvidábamos encontrar algo que nos consolase: era blanco, esta vez de color. El Tigre Blanco llegó, podría decirse, deslizándose sobre sus blandas patas. Antes y después hubo silencio. La schagaa no fue como las de otros años. Se decía que la disentería de la sangre estaba en camino. Nadie venía de fuera. La carne y la boorsak, preparada y dispuesta por la Vaca Amarilla para el Tigre Blanco, no se terminaban. A pesar de que había llegado el Año Nuevo y con él el primer mes de la primavera, reinaba un frío acerado. El noveno día nevó, y el decimoséptimo también. Esta segunda nieve había sido anunciada por padre, por lo que todos la esperábamos.

«¿Qué pasará el veintidós?», se decía. Y permanecíamos al acecho, viviendo en silencio, recogidos. Entonces, en la noche del veintiuno al veintidós nevó de nuevo; fue una nieve pesada que se detuvo hacia el mediodía del día siguiente. Le siguió la tormenta. La nieve que había caído primero se puso de nuevo en movimiento, el cielo y la tierra se confundieron. Llegó el dshut. Llevaron al rebaño grande a donde solía pastar el pequeño. Los hendshe permanecieron en el sitio donde habían pernoctado y a última hora del día recibieron algo de heno para comer, como los añales: en hatillos colgados de un cordel tensado sobre sus cabezas. Y así se hizo también al día siguiente. Pero luego hubo que sacarlos de allí, no había bastante heno. Los montes y la estepa yacían blanquinegros, como derrotados, sobre un mar de cristales. Eso cansaba la vista. Y soplaba un viento que parecía cortar y segar, pinchar y aguijonear todo lo que se ponía en su camino. Al hacerlo, zumbaba y aullaba sin descanso. Los hendshe empezaron a balar cuando los expusimos a aquel viento. Corrieron, arrastrados por el viento, durante un rato y luego, cansados, trataron de esconder sus cabezas en el vientre de otros para resguardarse del viento y del frío que los pellizcaba y los quemaba; apenas eran capaces de pastar.

También yo temblaba, aterido. La piedra ardiente no me bastaba para calentarme manos y cara. Me ardían y me dolían las puntas de los dedos, las palmas, la nariz, las mejillas y la barbilla, y también en otras partes sentía frío, en las pantorrillas y en el cuello.

Hasta Arsylang avanzaba con el rabo encogido y la cabeza gacha cuando cortábamos el viento oblicuamente, el viento que nos azotaba como una llama.

—¿Qué hacemos ahora? —le pregunté a Arsylang señalando el tembloroso rebaño. Arsylang no lo sabía. Así que yo debía saberlo, decidirlo. Y decidí, dije—: ¡Media vuelta, Arsylang, a casa!

Llevamos al rebaño a casa. Caminábamos contra el viento y el rebaño nos seguía lentamente, pero gracias a mis gritos y a los ladridos de Arsylang, y a que no dejamos de correr de un lado a otro, avanzamos a trancas y barrancas.

Madre trabajaba en el aprisco, retiraba la nieve con la pala



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